25.12.06

Los adornos navideños

Uno no puede celebrar la navidad en su casa sin ningún tipo de decoración navideña. ¿O sí puede? Hay que partir de la premisa de que no es lo mismo vivir en una casa y celebrar la navidad en otras, es decir, cenar el veinticuatro en casa de tus tíos (por ejemplo) y comer el veinticinco en la de tus abuelos (otro ejemplo) que celebrarla en la tuya propia. Si la celebras en la tuya, ya sea con una persona o con cincuenta, has de disponer de algún tipo de adorno, ya sea religioso o no, tradicional o no, que te recuerde que estás en esa época del año donde las lucecitas son bienvenidas y los colores rojo y verde, dorado, plateado, blanco-azul (en su versión más moderna, o más modernilla, según quién lo diga) son necesarios.

Pero también existe la posibilidad de que por circunstancias de la vida estés solo. No solo como se puede sentir uno después de una ruptura sentimental traumática sino verdaderamente solo, sin ningún hermano, madre, padre o amigo al que llamar, al que desear una feliz navidad o que Papá Noel o los reyes Magos les traigan muchos regalos. En ese caso el veinticuatro tiene que ser mucho más demoledor que para cualquiera que se queje como siempre de la hipocresía de estas fiestas o de los villancicos atronadores que suenan por todos lados, en la calle y en las tiendas, en las casas y sobre todo en El Corte Inglés. No es que sea un día muy diferente a los de el resto del año en términos objetivos. Pero sí lo es desde el punto de vista subjetivo porque, aunque hayas buscado la soledad, que imagino no será así en la mayoría de los casos, no puedes evitar ver, darte cuenta, sentir que todos los de tu alrededor, tus vecinos, tus jefes, tus subordinados, tus compañeros de tragaperras, están ahora con sus seres queridos o no tan queridos, pero definitivamente con alguien con quien pasar ese momento comunal, ya sea riendo como llorando como discutiendo. ¿Y entonces qué haces?, ¿comprarte un pollo y unas verduras para hacerte un caldo en un hipercor lleno a reventar de gente que compra pan, turrones, regalos de última hora para esa reunión a la que van a acudir? ¿Y con la cabeza gacha llegas donde la cajera esperando que no se dé cuente de que te acabas de despertar después de haberte mazado hasta la puta hora un par de botellas de whisky esperando a que se te olvidara que no había nadie al que llamar, de quien recibir ninguna noticia, al que comprar un mísero regalo, por irrisorio que pueda ser? ¿Y con los ingredientes recién adquiridos poner una olla de agua a hervir para echarlos todos juntos y esperar a que se haga de nuevo mazándote con otro whisky o un gin-tonic evitando encender la televisión para no ver uno de esos programas que te recuerdan continuamente que estás en Navidad y que estás solo? ¿Y comer el caldo, solo, acordándote de que la cajera hizo como si no se diera cuenta, que ese año que estás a punto de despedir no tenía que haber sido así y que ya vale de whiskys hasta la puta hora y de echar de tu vida a cualquiera que pueda llegar a importarte? Y no has puesto ningún adorno navideño para no recordarte que estás solo pero no puedes evitar pensarlo cada vez que levantas la vista tras ingerir una cucharada de sopa, porque la Navidad no son sólo esos adornos navideños.

Hoy he visto a una de esas personas en la cola del hipercor y me ha transmitido esa sensación de soledad terrible que me hace darme cuenta de lo afortunados que somos casi todos.

22.12.06

Llorar

“¿Y qué voy a hacer?” se preguntó. “¿Podré recuperar el tiempo perdido?, ahora sí que estoy completamente sola, ¿qué voy a hacer?” volvió a preguntarse. Las lágrimas la asaltaban desde lo más hondo, su dolor, creciendo, creciente, llenando poco a poco su diafragma, sus pulmones, su garganta. Pero no quería, no quería llorar todavía. Debía esperar a llegar a casa. “Sólo media hora, media hora y estaré en casa. Romperé la vajilla entera si es preciso, total, es de Ikea…”. Y media hora más tarde metió la llave en la cerradura y abrió la puerta de su casa. La cerró. Quiso empezar a llorar. Pero no pudo. La angustia y la desesperación la inundaban, pero el llanto no surgía. Desesperada, se fue corriendo a su cuarto, se tiró en la cama, escondió la cabeza entre sus brazos y la almohada, pensó que si repetía el ritual, el llanto tendría que llegar. Pero de nuevo no llegó. Se pasó así horas. Finalmente desistió. Pero de alguna manera tenía que quitarse ese ardor que la quemaba por dentro, que la impedía respirar con normalidad, que no la dejaba pensar en otra cosa que no fuera su dolor. Miró por la ventana. Quería acabar con el nudo que le destrozaba el cuerpo entero, pero no era capaz de saltar. Pensó que lo superaría, que por la noche, con la llegada de las sombras y la oscuridad, lo conseguiría, por fin lloraría. Después de cenar intentó ver un rato la tele. Pero no escuchaba, ni veía, sólo sentía esos pinchazos que obstruían la llegada de oxígeno a su cerebro, a su corazón. Cenó un yogur y se metió en la cama. Estuvo toda la noche igual, en millones de posturas, pero igual al fin y al cabo. El dolor la impedía hacer cualquier otra cosa que no fuera sufrir. Por la mañana, todavía tumbada, miró la ventana desde la cama, con los ojos rojos y casi secos. Se incorporó. Corrió por el colchón, dio un salto y cerrando los ojos tomó impulso. Partió el cristal con su cuerpo. Se le clavó en la cara, en las piernas, en los brazos. Cayó. La mujer que se la encontró vio en su cara una marca de una lágrima.

Invitación

Yo invito al Sr. Zapatero y al Sr. Gallardón a salir del trabajo a las ocho de la tarde, tener que ir al supermercado de al lado del trabajo porque a los que están más cerca de sus casas no les da tiempo a llegar, comprar un montón de comida para cocinar en estas fiestas tan señaladas, comida especial, pero también indispensable para nuestra existencia, dejarse un porcentaje muy alto de sus sueldos en esa comida que ha subido su precio desde la entrada en vigor del Euro entre un cincuenta y un trescientos por ciento (una barra de pan costaba cuarenta y cinco pesetas hace cinco años – esa misma barra de pan, que pesa lo mismo y sabe igual, ahora nos vale cincuenta céntimos, es decir, ochenta y tres pesetas, casi el doble) mientras que los salarios no se ven multiplicados de la misma manera ya que ni siquiera se sube el IPC en la mayoría de las empresas (pero para qué va a gastar el Estado sus recursos y su dinero en investigar a las empresas fraudulentas ya que es mucho mejor que con NUESTROS recursos y NUESTRO dinero contraten a Ágatha Ruiz de la Prada para iluminar las calles porque sin comida podemos vivir pero sin las luces de corazones no) y que luego, con más bolsas que las que una persona normal puede sostener intenten coger un taxi para volverse a casa y como pasan los minutos y los diez minutos y no pasa ningún taxi libre tengan que forzosamente ir a la parada del autobús (todo el camino con los brazos entumecidos y el melón con ansias de libertad a punto de hacer una escapada por un agujero que va consiguiendo agrandar poco a poco, con cada paso) en la que por supuesto tienen que esperar veinticinco minutos un autobús que según el cartel informativo de la EMT se supone que como mucho pasa cada once minutos.

Seguro que si al Sr. Zapatero o al Sr. Gallardón les pasara esto algún día nuestro transporte público sería puntual, jamás faltarían taxis, los salarios se revisarían y los melones llevarían un sistema anti - ansias de libertad.

Pero eso sí, somos malísimos porque no usamos el transporte público, somos unos ciudadanos pésimos por querer salir con coche por la noche, no sabemos ahorrar y somos unos exagerados porque su melón no intenta escaparse (teniendo chófer y servicio seis o siete días a la semana el mío también estaría controlado).